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Moralina: cuando sesenta años no son nada...


Desde la llegada del macrismo al poder, las jóvenes generaciones, especialmente las de clase media pero no sólo ellas, asisten asombradas a una tempestad moralista que se derrama sobre los argentinos día tras día. Esta ola de excrementos con destinatario preciso cuenta con la complicidad del Poder Judicial, la activa participación de los servicios de inteligencia locales y extranjeros, la propagación periodística de acusaciones sin pruebas y, ahora, la ola de detenciones ilegales de integrantes o partidarios notables del último gobierno del nacionalismo popular democrático de la Argentina, el kirchnerista.

El objetivo de la campaña no es pasajero, procura eternizarse: al igual que las “tablas de sangre” escritas contra Rosas por el poetastro cordobés Rivera Indarte contra Rosas, procura hundir para siempre en el lodo la reputación de todos los integrantes del gobierno vencido por el fraude preelectoral de 2015. No hay modo de esquivar ese ataque. Soltarle la mano a las víctimas, aduciendo una supuesta neutralidad del sistema judicial, solo cebará a las fieras.

La actual campaña de moralismo nada tiene de novedosa. Es idéntica a la que tuvo lugar en nuestro país sesenta años atrás, después de caído el general Perón. Aún no llegó a los límites ridículos que asumió en esos tiempos, pero la supera en infamia y truculencia: según el régimen macrista, es decir según la oligarquía argentina, el gobierno kirchnerista es responsable entre otras cosas de haber asesinado al fiscal Alberto Nisman, de la muerte de decenas de jóvenes en la catástrofe de Cromañón, y de la de otras decenas en el accidente/sabotaje de la estación Once, en la línea Sarmiento del ferrocarril.

El sentido de la campaña es de degradación del vencido, en toda la línea. Contra lo que muchos políticos suponen, no se trata de mostrar a los derrotados como “ladrones”. Se trata de presentarlos como el máximo ejemplo de la total degradación moral.

En 1955, además de habérselo acusado de saquear los fondos públicos, a Perón se le llegaron a imputar aberraciones tales como haber mantenido relaciones sexuales con un boxeador estadounidense, haber cometido estupro con niñas de la escuela secundaria, o haber construido una “máquina de rayos X” con la cual, secretamente, observaba desnuda a una notoriamente bien dotada estrella del cine italiano.

Y todo al mismo tiempo, desafiando cualquier lógica. Operan por mera yuxtaposición de prejuicios.

Los ejemplos sobran y basta recorrer los archivos de la época, que obran en la Biblioteca del Congreso Nacional, para descubrirlos y constatar que la ola de moralismo actual no tiene de novedoso más que los soportes mediáticos a través de los cuales se transmite.

Todas causas sangrientas, conmocionantes, completamente falsas (como la armada en torno al “acuerdo con Irán”) o políticamente absurdas (¿Qué gobierno sería tan estúpido como para organizar masacres que lo perjudicarían ostensiblemente? Acaso los “k” no se caracterizaban, según el macrismo, por su formidable capacidad de fabulación? Cómo podía habérseles escapado semejante tortuga?)

El kirchnerismo considera que estas acusaciones están destinadas a la vía muerta en los estrados judiciales incluso si se llegara a obtener alguna sentencia en las primeras instancias de una administración de justicia que a partir de 2016 va revelando su núcleo reaccionario, oligárquico y proimperialista con una enjundia digna de mejores destinos.

Así sucedió en 1955, efectivamente. A medida que el régimen siniestro de los fusiladores y bombardeadores cedió espacio a otros, menos salvajemente antiargentinos, las causas se tramitaron con mayor razonabilidad.

Y las acusaciones fueron levantadas (las acusaciones contra Perón, sin embargo, se mantuvieron hasta que las puebladas de 1969-1971 sacudieron definitivamente el equilibrio político a favor del campo nacional democrático y popular, forzando al régimen del oligarca Lanusse a iniciar el camino que traería al exiliado Perón al país).

Pero el daño al movimiento nacional y a la autoestima del pueblo argentino no solo no mermó con el tiempo. La campaña actual demuestra que la semilla de la perfidia siguió latente en el suelo pampeano, y ahora extiende su venenoso yuyal por el país entero.

Hoy, sujetos deplorables como la Dra. Elisa Carrió y sus alter egos (la “hormiguita” Ocaña, la Dra. Stolbizer) ordeñan la vaca de un moralismo tan falso como indecente, y ayudan a acumular acusaciones y, fundamentalmente, sospechas, sobre todo lo que tuvo que ver con el gobierno que se retiró en diciembre de 2015. A ellas se suman una larga lista de manipuladores mercenarios de la opinión pública que nos parece innecesario hacer aquí.

El texto que presentamos a continuación, redactado apenas empezada la campaña oligárquica de moralismo contra el gobierno derrocado el 16 de septiembre de 1955, tiene total actualidad. Basta con cambiar apellidos y actualizar algunos ejemplos (allí se habla del “drama del importador de autos”, hoy se debería hablar del “drama del importador de chucherías electrónicas”) para descubrir que estamos ante una repetición, un calco, de las prácticas políticas de la oligarquía argentina, la más corrupta y corruptora de las clases sociales que jamás hayan asolado el suelo de la patria. Baste decir que desde su nacimiento mismo, como nido de contrabandistas, ladrones y traficantes de esclavos en la vieja Buenos Aires del siglo XVII, sabe vivir contra el Estado a través de la corrupción de sus funcionarios.

Solo corresponde hacer una consideración que termine de actualizar el documento, cuya actualidad no hace sino marcarnos las consecuencias de no haber terminado de una buena vez con la existencia social y económica de ese grupo antiargentino que nos impone, desde hace dos siglos, la contrarrevolución permanente como práctica política y, ya que estamos, como forma dominante de la moral pública.

La campaña actual está obligada a ser más violenta y persistente que la anterior. No solo porque a medida que pasa el tiempo la oligarquía va oscureciéndose progresivamente y abandona como lastre muerto toda pretensión de cultura (cambian París por Miami, digamos), sino también porque el régimen macrista no surgió de un golpe militar precedido por un bombardeo criminal incluso desde el punto de vista de las leyes de la guerra. Este hecho transforma al moralismo en la única arma real con que cuenta el régimen para legitimarse. Y necesita legitimarse permanentemente, no solo porque de ese modo mantiene el centro del campo político sino también porque su origen no está en las armas sino en las urnas.

La Argentina está mal acostumbrada en materia de golpes de Estado. Tenemos la tendencia a suponer que solo merecen ese nombre los que se perpetran desde los cuarteles. Pero nuestro país ha sufrido varios golpes más, no necesariamente de carácter militar y sin embargo igualmente nefastos por sus consecuencias. En una rapidísima ennumeración, y esto sin necesidad de emitir un juicio de valor sobre su contenido de clase, podemos señalar, remitiéndonos solo al siglo XX, el golpe palaciego del Gral. Bignone contra el Gral. Galtieri después de la Guerra de las Malvinas en 1982, el golpe financiero-monetario contra el Dr. Raúl Alfonsín en 1989, o el golpe parlamentario contra el Dr. Adolfo Rodríguez Saá en 2001.

En 2015 no tuvimos un “golpe electoral”, en el sentido de que el Ing. Mauricio Macri llegó al sillón presidencial con el derecho que otorga una victoria en los comicios. Pero sí tuvimos un golpe programático, una estafa preelectoral que tiñe de ilegitimidad todas las acciones de Macri desde el momento mismo en que juró –en falso, dicho sea de paso, y el dato no es menor- su cargo presidencial el 10 de diciembre de 2015. Macri llegó al gobierno para hacer lo opuesto de lo que había prometido hacer. Por lo tanto, solo puede sostenerse en él a partir de la exacerbación de la calumnia y la injuria contra sus opositores reales.

De allí la virulencia de la campaña moralista. El macrismo tiene que legitimar un golpe de estado mediático-político. Tiene que “blanquear”, además de miles de millones de dólares fugados del país, una elección en la que venció mintiendo, apoyado por una fragorosa campaña mediática que el kirchnerismo no supo, no pudo o no quiso contrarrestar efectivamente, y con el respaldo de la sutil intervención de los tres poderes de Estados Unidos a favor de Paul Singer y los fondos buitre.

Esa defraudación ideológica del Pro y su tren fantasma de radicales sin honra, además, se perpetró en un clima de incertidumbre sobre qué hubiera hecho Cambiemos de haber sido derrotado en la segunda vuelta electoral por el mismo margen por el que ganó. El descubrimiento de arsenales privados, la paulatina exacerbación de la violencia policíaca, y otros indicios hacen temer que la amenaza de que “hubiéramos sido Venezuela” estaba en los papeles de la oligarquía local. Todo eso tiene que encubrirse. Para eso la moralina nauseabunda que nos circunda hoy. Y por eso es tan fundamental comprender los elementos de juicio que vuelca Jorge Enea Spilimbergo en 1955, alertándonos contra el uso faccioso de la fragilidad de los gobiernos populares ante el escándalo.

Por esos tiempos, y en la misma batalla, Arturo Jauretche escribió (y hoy esas palabras tienen igual vigencia que entonces) que “Los gobiernos populares son débiles ante el escándalo. No tienen, ni cuentan, con la recíproca solidaridad encubridora de las oligarquías y son sus propios partidarios quienes señalan sus defectos que después magnifica la prensa. El pequeño delito doméstico se agiganta para ocultar el delito nacional que las oligarquías preparan en la sombra, y el vendepatria se horroriza ante las sisas de la cocinera”.

Sobre el sentido y las raíces de ese punto flojo del campo nacional solo existe hoy este texto, que puede consultarse en: www.formacionpoliticapyp.com/2014/05/523/

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